Exposición

PELIGRO INMINENTE

25 mayo al 26 junio
Galería Factoría Sta. Rosa

Hacerte Pedazos, va mas allá de romper cosas.
Cuando algo te “parte en dos”, el peligro es hacerte pedazos y desaparecer es una posibilidad.
Te rompes por dentro y reconstruirte pasa por recoger todos esos pedacitos en los que te convertiste e intentar pegarlos.
Algunos ya no están.
Entonces pienso que ya no importa si pegas lo que queda o inventas unos nuevos porque de todas maneras vas a ser distinto.
Y esas partes de tí que tenías guardadas y olvidados aparecen como una revelación. Es mágico cuando en el proceso de reconstrucción te das cuenta que siempre puedes ser lo que tú quieres ser.
Reparar, es un término que aplica a todo y a todos.

María Angélica Echavarri

Serie 1

¿Le gustaría servirse este platito?

6 tablas de queso de mármol blanco
Técnica: Collage tridimensional
Materiales: Mármol blanco, objetos de madera, metal y otros
Medidas: 20 x 30 x 18 cm

Videos 360º

2 fuentes de plaqué, metal plateado
Técnica: Collage tridimensional
Materiales: Paqué, objetos de madera, metal y otros
Medidas: 20 x 30 x 18 cm

Videos 360º

Serie 2

¿¿¿¡¡¡Quién puso la mesa!!!???

4 patas de mesa en pequeño formato
Técnica : Collage tridimensional
Materiales: Madera, fierro y porcelana
Medidas: 65 x 18 x 13 cm

Videos 360º

Serie 3

En una pata

4 patas de la mesa Chilena en proporción exagerada y madera reciclada
Técnica: Ensamble
Material: Madera reciclada
Medidas: 170 x 80 x 70 cm

1 Pieza única
Técnica: Madera apernada
Material: Madera
Medidas: 200 x 200 x 200 cm

Fotografías: Alfonso Yunge.

Equilibrio precario, peligro inminente. Las últimas obras de Angélica Echavarri examinan la violencia con ironía y múltiples referencias al espacio doméstico.

Para abordar este asunto, la artista ha encontrado en el collage el lenguaje más adecuado. Y es que en montajes tridimensionales, construidos con miniaturas y juguetes, o en sus piezas escultóricas, la lógica de cortar y pegar se ha instalado con fuerza, no solo como una forma de abordar muy directamente sus ideas, también como una metáfora técnica del problema planteado. Toda violencia supone de un modo u otro un corte en nuestra percepción de la realidad. La seguridad, anclada en la predictibilidad y estabilidad de nuestra rutina, tambalea.  La artista construye sus comentarios, reflexiones, narraciones, con fragmentos escogidos.

Ahí aparece el humor, como una forma de procesar el miedo, ahí el collage, como el género para abordarlo. Porque en el collage late invariablemente un acto destructivo que supone -sin excepciones- un corte, un desgarro en un orden anterior.  John Heartfield o Hannah Höch -ambos maestros del género- entendían la tijera como arma y herramienta. Mutilaban revistas y fotografías para construir -como el Dr. Frankenstein- un nuevo sujeto a partir de cuerpos desmembrados que valían por la sociedad entera. Recortar y ensamblar, recortar y pegar, eran las acciones de un lenguaje nuevo. En el collage -las frases, las oraciones- se articulan a través de un calculado desorden. Palabras como miembros rotos, rearticulados para tejer una oratoria en la que el desorden, el fin de un antiguo paradigma, se pone en permanente tensión, dialogando con el humor y con la muerte sin perder la calma ni la paciencia del relojero.

Parte fundamental de estos montajes son miniaturas destinadas al juego y al ocio. Como los viejos collage del s.XIX, anteriores a los de Heartfield y Höch, Echavarri recurre a un arsenal liliputiense, tridimensional y universalmente disponible. Adornos, juguetitos que pueden comprarse por internet, en los sitios de chucherías chinas. Sin embargo, en vez de construir un escenario predecible, a imitación del mundo sonado por la imaginación infantil, la escultora ha decidido construir una serie de pequenas pesadillas montadas en bandejas de plata o sobre tablas de cocktail construidas con el mármol de las losas fúnebres. Un bocadillo de humor negro.

Las esculturas construidas con patas de mesas o sillas y unos pequenos y delicados juegos de té, parodian la tranquilidad burguesa que de un momento a otro se ve amenazada por la violencia directa o ambiental que nos rodea. Hoy somos obligados consumidores de violencia urbana y la hemos incorporado como una inquietante música de fondo. En pequenas vinetas, montadas con los accesorios de una sala de juegos, la artista recrea con ironía unas escenas que ocurren tanto en la calle como en el hogar. En unas, la destrucción es una amenaza que puede ocurrir en cualquier momento (como en aquella habitación con una granada enorme sobre la mesa) en otras muebles y vehículos han sucumbido a las llamas o incluso al trabajo destructor de una sierra. Son piezas en las que la artista ha jugado con un imaginario violento, que debe tanto a la realidad como al cine de animación, quizás como un intento por superar sus propios traumas, o los nuestros. Que resulten humorísticas, que apelen al ridículo es casi un acto reparador, el pánico a la violencia real, y próxima, aparece de una manera abordable, sujeta al control y hasta la parodia de la artista. Pero el humor, no la hace menos inquietante.

A la estrategia paródica, le sigue el desarrollo de un conjunto escultórico en el que explora ciertas claves formales de la abstracción, anclándola al espacio doméstico sugerido por los fragmentos de mobiliario que le sirven de materiales. Las patas de mesa son sus protagonistas y el equilibrio el aspecto que se pone en permanente tensión. No resulta casual que la pieza que da soporte y estabilidad a la mesa, aparezca aislada, levitante, inestable. La artista explora los recursos formales de la escultura y la carpintería, para hablarnos de un desequilibrio estructural. Porque la mesa, es tanto espacio de trabajo, como lugar de reunión. La mesa es el lugar en el que nos sentamos a pensar o dialogar y ha sido símbolo de acuerdo político en las últimas décadas de conversación pública. Que aquí figure a partir de un fragmento aislado y en peligro, no es casualidad. Con humor o con calculada distancia, Angélica Echavarri aborda la violencia como un asunto grave y estructural, uno capaz de hacernos pedazos, incluido el sistema político encargado de dialogar y dar curso a las demandas ciudadanas, hoy inquietas con el orden y la seguridad.

 

 

Alexander Calder estableció en su obra una distinción clara entre los móviles y los estables. Curiosa oposición. El Móvil, es obvio, puede moverse: pero sin abandonar su sitio, un bailarín anclado. Los Estables, en cambio, están fijos al piso, apernados incluso , con una solidez opuesta a la levedad, elegante y etérea, de los móviles. Estables, como sinónimo de fijos, ajenos a cualquier vaivén externo. Podríamos especular, en esta clave de lectura, que la estabilidad de la que hablan no solo es física y si quizás existencial. Están ahí como un paradójico sinónimo de fijeza. En su modernidad de materiales industriales y colores primarios, los estables, parecen lo opuesto a la gravedad inalterable de la moral y política conservadoras, pero quizás es justamente ese escudo el que mejor sirve para maquillarla. Aparecen modernos y lustrosos, como unas curiosas criaturas mecánicas que sin embargo no pueden y quizás ni quieren ni deben moverse.

El móvil de Echavarri parece reunir ambos atributos: solidez y movimiento. Pero su apariencia es más bien tosca, su color no es otro que el de la madera torneada, sus formas, aquellas de los muebles populares que imitan- con una exageración algo torpe e ingenua- los adornos del mobiliario aristocrático. Una imitación inespecífica que no evoca directamente ningún estilo conocido, pero cuya vaguedad parece recordarlos a todos. Se mueve, si, pero está lejos de la levedad Calderiana, al contrario, luce pesado y paradójicamente dinámico gracias a las diagonales que trazan la unión de sus partes. En oposición a las delicadas placas metálicas y el esbelto varillaje de los Móviles de Calder, esta obra está conformada por siete patas de madera torneada que declaman sin alharaca una pesadez, remachada con tarugos a la vista. Una falsa antigualla que habita la modernidad dinámica de los constructivistas, pero con unos modales que le son ajenos a aquel mundo. Es de madera y no de metal, su superficie es opaca y en vez de la desnuda geometría de los constructivistas ofrece unos adornos de señorío colonial totalmente fuera de lugar. Ahí su irónica gracia.

Ese es el móvil que pende a solo unos centímetros del suelo y que se antoja símbolo de una modernidad a punto de derrumbarse antes -mucho antes- de haber concluido.

 

César Gabler

 

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